Tierra



Durante mi vida he aprendido distintas habilidades. A escribir, a cocinar, a hacer música. Pero siempre creí que llevarse bien con las plantas correspondía a un nivel mucho más alto de desarrollo humano. Así, en algún momento me encontré con que tenía bien pegada la etiqueta de asesina de plantas. Al mismo tiempo, cuando me enseñé a hacer cosas imposibles -helados, marshmallows, caramelos, macarons, panettone, stollen- empecé a sospechar que mataba plantas simplemente porque no había estudiado.

Decía Shinichi Suzuki que la música no es un don intrínseco; que el talento se desarrolla en base a exposición y práctica (a eso se deben los linajes de músicos, no a un regalo genético). Así entendí también mi proceso culinario y mi tendencia a buscar la configuración precisa de palabras para que no se sienta el peso del tiempo. Pero a diferencia de mi hijo mayor -que una vez plantó un pallar entre las baldosas del garaje en nuestra casa en Lima y desencadenó una planta que cubrió toda la fachada y nos alimentó a nosotros y a los vecinos durante meses- yo no tenía el dedo verde.

Hasta hace unos meses vivíamos en la parte más alta de Cusco. Durante la época de helada el jardín amanecía blanco de granizo, y las pocas hierbas culinarias que había plantado crecían lentamente, luchando contra el entorno hostil. Poco después de mudarnos al Valle Sagrado, mientras tendía la ropa que se secaba en minutos gracias al sol y a la brisa del río, me di cuenta de que estaba hacía días sin medias y en vestido de verano. Sentí también que me estaba regresando el alma al cuerpo. El tiempo había vuelto a su ritmo real, ese que sentía de niña en el jardín de mi abuelo que por la tarde olía a leña.

Por esos días compré de segunda mano un libro descontinuado, creyendo que era un libro de cocina omnívora. The River Cottage Cookbook, de Hugh Fearnley-Whittingstall, resultó ser mucho más; una especie de manual para vivir en el campo y cultivar y criar tu comida y después cocinarla. A diferencia de la información sobre jardinería que había encontrado antes, que parecía escrita para humanos de una realidad paralela (era castellano, o inglés, de eso estaba segura, pero no reconocía ni los verbos ni los sustantivos), en el River Cottage Cookbook encontré cosas como esta: "Le pedí consejo a mi padre. 'Es fácil', me dijo. 'Plantas cosas en el suelo y crecen.' Le pedí que me guiara un poco más. 'Cuida la tierra', dijo, 'y la tierra cuidará de las plantas.'" De pronto el asunto perdió su misterio, ese misterio dañino que solo nos aleja de nuestros sueños. Tenía sentido; si no fuera así no estaríamos todavía aquí, alimentándonos de lo que crece en la tierra y de lo que se alimenta de lo que crece en la tierra. "La sabiduría de este curso breve de jardinería que me dio mi padre", continuaba F-W, "está en el hecho de que las semillas que siembras y las plantas que cultivas realmente quieren crecer. No tienes que forzarlas a crecer; solo tienes que permitírselo." Empecé a mirar mi jardín con otros ojos; en lugar de pasto, pensaba, aquí podría crecer comida. ¡Comida!

Poco después, en una cena en Ollantaytamboconocí a James Wong, un etnobotánico inglés que escribe sobre jardinería urbana en el Observer. Descubrí que poco antes había leído un artículo suyo en el que decía que era muy simple plantar quinua en el jardín, simplemente para disfrutar de sus colores neón (esparces la quinua sobre la tierra, la riegas, la ves brotar y crecer y florecer, eso es todo). Había leído otro texto suyo sobre el huacatay, otro cultivo facilito, y eso que estaba escribiendo para jardineros de otro hemisferio. No sería, entonces, tan difícil que crezcan en su tierra, pensé. Decidí, con mi asistente, limpiar la pequeña parcelita donde los dueños de la casa donde vivo habían cultivado antes algunas verduras, pero que el tiempo había convertido en un enredo de plantas secas, otras demasiado crecidas, otras irreconocibles. Mi hijo mayor -El Niño del Dedo Verde- cosechó semillas de los rabanitos que habían crecido antes en la parcelita y las puso en un frasco. Volteamos la tierra de un pedacito de la parcela y sembramos un poco de quinua que teníamos en la cocina. Otro día volteamos otro pedacito y sembramos las semillas de rabanitos. Y unas semillas de culantro, de esas que se usan para cocinar. Abrí finalmente el sobrecito con semillas de mostaza blanca que nos había regalado hacía un par de años nuestro amigo Dusan, que tiene una granja biodinámica cerca de Ollantaytambo. Y semillas de girasol que nos regaló Karissa Becerra con un libro que escribió para su hijo. Semillas de una calabaza que habíamos comido. Alverjitas y una estructura piramidal con tres palitos para que trepen. Una planta de tomate en una maceta en la cocina. 

A pesar de que el dueño de la casa me dijo que ni valía la pena despedrar, no pude resistirlo y de pronto me di cuenta de que pasaba mañanas enteras sacando piedras de la tierra y poniéndolas en los bordes de las parcelas, ordenando este pequeño pedazo de universo que me había sido permitido transformar. Como cuando la torre espantosa de platos sucios pasa por la alquimia del agua tibia y el jabón, y los platos forman un diseño de curvas paralelas en el escurridor, y los vasos son una composición en transparencias sobre un secador limpio, y todo se vuelve bueno como un minuet de Bach. Algunos días pasaban horas y yo seguía de rodillas, con las manos en la tierra, arrancando el pasto que se aferraba al suelo con tallos como sogas. La computadora me esperaba, pero algo me impelía a seguir ahí, deshierbando y despedrando y regando. Y un día ya estaba listo. Removido, despedrado, con compost, sembrado. La parcelita era solo un pedazo de tierra rodeado de piedras pero yo sabía que guardaba un secreto.

Un día, de la tierra salieron brotes. 


Mostaza y rabanitos


Quinua recién nacida
Quinua niña


Y lechugas de semillas que habían cultivado los caseros y que se habían esparcido por la tierra sin que nos diéramos cuenta. 




Los andenes, que había empezado a regar para preparar la tierra, se empezaron a poner verdes y de colores sin que yo hiciera nada. 


Los arbustos no estaban muertos. Un poco de agua los puso verdes y florecieron.

Siguieron saliendo plantas de la tierra.

Y una flor mágica entre el pedregal.
Revivieron arbustos y árboles y de la tierra salieron flores y yo no podía creer el milagro que estaba atestiguando. Hemos cosechado los primeros rabanitos y hemos comido ensalada con lechugas recién arrancadas y hemos preparado chapatis con culantro de la huerta y mientras escribo esto desde mi ventana veo los andenes llenos de colores. 


La huerta cuando todo empezó a crecer.

Culantro, mostaza y rabanitos

Fuimos pasando las lechugas a su espacio.

El primer rabanito, una quinua que decidió crecer a su lado y el pasto que se resiste con el alma

Rabanito tierno, casi dulce; mi bebé se lo comió como si fuera una manzana.

 Al mismo tiempo que veía mi jardín florecer porque cada día lo riego un poquito me tocó entrenar a unos gatitos a comportarse dentro de una casa y enseñarle a mi hijo menor a dejar el pañal. Las plantas que ya podemos comer y las flores de los andenes y mi hijo que ya me pide que lo lleve al baño y los gatitos rascando su arenero son todo lo mismo. Mi vida ahora está regida por el propósito del orden, y lo que se me pide es casi exclusivamente paciencia y perseverancia. 

El detonante de que dejáramos Cusco fue que alguien entró a nuestra casa y se llevó todos nuestros instrumentos, incluidas mis dos guitarras. Casi todos; para mi suerte los pianos son algo difíciles de transportar. Así que esa necesidad de hacer música la he volcado al piano -nuevamente lo mismo. Practico un poco cada día y de pronto mis manos pueden hacer cosas con las teclas que antes me habrían parecido imposibles. Entonces es un momento extraño; decidimos cerrar por un tiempo nuestra heladería, y no podemos tocar, y aunque por primera vez estamos en el lugar correcto, en la vida correcta, en un mundo calmado y productivo y rodeados de personas que son un tesoro, a veces siento que estoy a un milímetro de perder la cabeza. No sé si es porque ahora tengo más oportunidades de escuchar lo que pasa en mi mente o si es porque mi vida está casi exclusivamente dedicada al mantenimiento y hay una voz maligna en mi cabeza que me dice que por lo tanto soy Nada. 




Y es curioso porque lo que hace esa voz maligna es decirme que todos tenían razón todo el tiempo cuando les escuchaba decir (aunque no lo hayan dicho) que soy Nada. He llegado lejos desde entonces, y no me refiero solo a logros objetivos, sino sobre todo a que sé que esa voz maligna miente. Pero a cada tanto siento que me aplasta sobre el pecho el peso de ser quien soy, como si tuviera encima una alfombra gris mojada y doblada en cuatro. Hoy que pulo este texto sigo remecida por la muerte de Leonard Cohen, quien sabía muy bien de qué se trata este mal. Es, explicó alguna vez, "el telón de fondo de tu vida entera, un telón de fondo hecho de angustia y ansiedad, la sensación de que nada está bien, de que el placer no te es accesible y que colapsan todas tus estrategias."

Por eso cada día me someto a una disciplina rigurosa: me siento al piano, hago algo de ejercicio, lavo, hidrato y perfumo mi cuerpo, me visto con cuidado y detalle, tiendo mi cama,  y así mantengo a distancia al perro negro que amenaza con sentarse sobre mi corazón. Una mañana, de esas en que estaba regando cuando debía estar en la computadora, me di cuenta de que el jardín también me estaba sanando. Y que era por eso que no podía parar de deshierbar y despiedrar o de propagar romero en un rincón sombreado cuando la migraña me volvía fotofóbica como un vampiro.

Esta puede haber sido la entrada que más me ha costado escribir en esta bitácora - Es sensato revelar lo que pasa en mi cabeza? Es siquiera necesario? No es acaso evidente que los retazos que me cubren están en la última lona? Pero al mismo tiempo el esfuerzo de ocultarlo es desgastante. Dedico un esfuerzo enorme a dirigir mi hogar de una manera que sea buena para la vida de nuestra familia, como si fuera una persona normal, pero a cada tanto mi mente me hipnotiza y me jala en un espiral descendente que se parece demasiado a un desagüe. Mi única manera de hacerle frente a este enemigo que vive en mí es la disciplina diaria y los premios al esfuerzo que cotidianamente me doy. Ver a los amigos, tomar un vino con el almuerzo como quien es adulto, dejar que la vibración que resulta de los martillos sobre las teclas del piano opere como un bálsamo sobre mi corazón.

No sé si haya en todo esto una moraleja o final feliz. No tengo cómo saberlo hasta el final -hasta el amargo final, como dicen, siempre con una media sonrisa, los angloparlantes. Pero a cada tanto me doy cuenta de que no estamos en guerra, de que tengo tres hijos como tres soles, que mi esposo es un fabuloso, excéntrico roble siempre a mi lado; me doy cuenta, en suma, de que vivo una vida encantada. Que el mantenimiento es mi ancla. Me mantiene atada a esta parte específica del suelo pero es a la vez mi salvación.


Rabanitos para empezar

Este tentempié viene de Francia, donde las hormigas visten con elegancia.
Cosecha rabanitos de tu huerta, de tu maceta o de tu mercado de productores. Elige unos rabanitos jóvenes, pequeños y vibrantes. Sin quitarles las hojas, lávalos muy bien y sacúdelos. 
En un plato coloca, uno a uno, los rabanitos, quitándoles las hojas excesivas. Si hay alguno muy grande, córtalo por la mitad. Haz una composición con los rabanitos en el plato, sin darle muchas vueltas, dejando que ellos te digan dónde quieren estar, al lado de quién quieren estar. Pon en el plato un poco de una buena mantequilla, aunque será mejor si es una excelente mantequilla. Al lado, siempre en el mismo plato, un poco de flor de sal o alguna otra sal natural que te guste y tenga textura. Pon cuchillitos de mantequilla cerca. Que cada comensal coja un rabanito y le ponga un poco de mantequilla y un poco de sal. La mantequilla domestica el picante; la sal le da color. 


No esperes tanto como yo para cosechar los rabanitos; estos están viejos. 

Estos, en cambio, que coseché antes, están perfectos; crocantes y tiernos, de piel lisa y cola corta, de hojas verdes y turgentes, que hasta se pueden usar en una ensalada. Collige virgo rosae.




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7 comentarios:

Unknown dijo...

Ahora entiendo comadre, la importancia de que algo "te importe un rabanito", sabio y bello su artículo señora.

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Alessandra Pinasco dijo...

Querido compadre, gracias por tu bello comentario y por la epifanía vegetal. Comeremos rabanitos.
A

madamenix dijo...

Gracias Alessandra, gracias. tu post después de tanto tiempo me salvó de una depresión oscura oscura, el perro negro convertido en tiranosaurio rex, la culpa por no ser luminosa, evolucionada, trascendente, por ser una humanita que lucha cada día por no derrumbarse entre tanto absurdo y budismo de supermercado, hay que sembrar y aprender a esperar, la naturaleza tiene su propio tiempo y no es este.

Alessandra Pinasco dijo...

Madamenix
Puedes imaginar cuánto aprecio lo que escribes aquí?
Para empezar me asombra la magia de simplemente decir lo que le pasa a uno, y que de pronto eso, meramente eso, pueda hacer que otra persona que está pasando por lo mismo sienta que le acaban de abrir una ventana. Es un motivo bien fuerte para seguir viviendo, para hacer el esfuerzo de levantarse cada mañana, de vencer al gigante y sentarse a escribir sin sentir que nada tiene sentido.
Y para seguir, el cariño que transmiten tus palabras me hizo sentir inmediatamente más cobijada y sonreí.
La culpa no está en no ser luminosa, evolucionada o trascendente. La culpa la tiene este bicho que tenemos, que es enorme y pesado y fuerte y persistente, y al que hay que darle con palo con la vieja treta de actuar como si nada, como si fuéramos sólidas y sanas. Como quien silba al pasar por el cementerio. Al menos eso es lo que me funciona a mí porque cuando me rindo se acabó. Y la vida es inmensa pues, y ese perro no nos la va a arrebatar.
Gracias enormes.
Que tengas un día bueno.
Alessandra

Anónimo dijo...

Escribo esto antes en lápiz y papel, no sé si porque temo que una tecla fantasma borre lo que escriba y no recordarlo más o porque "me siento" y cuando es así hago pausas, llore, e recierdo y pongo por un ratito al perro negro en frente, y aunque no deja de mirarme, llegamos a un acuerdoientras el resto duerme y aun no amanece. Es curioso, llegué a leerte después de buscar recetas, porque es algo que me calma en estos tiempos, preparar algo con mis manos y sola, aunaue siempre lo desprecié. Estoy como siempre en medio del caos de mi cabeza, que tiene un orden extraño, lo pequeñito se hace un mundo, lo urgente se va a la cola y lo importante merodea en medio de todo hasta que, como siempre, la coteidianidad vestida de olvido lo aleja y cuando pocas veces lo encuentro solo lloro como una niña que no sabe qué hacer con lo que tiene entre manos. No te conozco, no sé quien eres, escribo poco o mejor dicho las palabtas son cortas a veces. Imaginé tu paciencia, tu presición, tu facilidad y a la vez esfuerzo por vivir. Tus manos en la tierra, en la cabeza y en lo que llamamos alma.

Alessandra Pinasco dijo...

Querida Anónima.
Sonreí tanto mientras leía tu comentario, y me provocaba abrazarte, sin conocerte yo tampoco, simplemente como para ahuyentar al perro y que te deje de fastidiar ese día. Es tal cual como lo cuentas, así es, una gigante cosa que se interpone entre nosotros y el mundo y la vida. Y es tal cual también con la cocina, la sensación de agencia que nos da puede ser enorme. Espero que hoy te sientas bien; recibe todo mi cariño y aprecio y agradecimiento por haber escrito con el corazón tan lindo que tienes en la mano.
Alessandra